Ella y él anduvieron los triángulos tibios de la confluencia de los ríos
espiando la orilla del vidrio carnoso de sus mismos ojos.
La sombra era la más lejana carne de las cosas.
Ella avanzó por delante de los codos y los rostros
liados y hubo un estruendo vacío que sonó a melancolía
de los astros que pierden el milagro del eclipse.
Él se quedó con sus propias manos en aquella despedida.
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